Por Abel Santiago / abelsantiago30336@yahoo.com.mx
El dos de noviembre, Día de los Muertos, ha ido perdiendo su significado original para convertirse en otro día de fiesta. Son muchas y muy diversas las formas en que se celebra, de acuerdo con la tradición y el medio, pero no dejan de ser motivo principal los muertos, a los que se visita en los cementerios y se les erigen ofrendas caseras. A la muerte se representa por medio de figuras caprichosas, jugando con ella, pretendiendo ignorar su verdadero significado. Los muertos, que han logrado cierto grado de beatitud, se consideran visitantes distinguidos, por eso se les honra mediante ofrendas y convivencia virtual con ellos. A la muerte se le considera ajena, desconocida, indiferente, aun en las enfermedades y en la vejez.
¿Qué tan ajena, tan desconocida nos es la muerte? Lo es en la medida en que la rehuimos, en que la tememos, en que no queremos tomarla en serio. Al estudiar el carácter del mexicano, los ensayistas están de acuerdo en que esta conducta obedece a nuestro sentido de orfandad y desamparo, a nuestra cercanía con la muerte desde la conquista y las guerras libertarias. De ahí nuestro afán de eludirla, o de humanizarla para hacerle corridos y canciones, frases elocuentes, calaveras, figuras decorativas. Mas cuando la tomamos en serio y pensamos en su advenimiento, el humorismo desaparece, se vuelve respeto y veneración.
No sólo el mexicano teme a la muerte y convierte ese temor en broma. Todos los hombres, en algunos momentos de meditación, se refieren a ella en uno u otro sentido. De los pensamientos más profundos a los más superficiales, se deduce el temor a lo desconocido. Espigando algunos textos de grandes autores, encontré constancia de su sentir, de su pensar, de su invocación a la muerte. El gran misterio, la eterna pregunta sobre el fin último, se consigna en el libro de los Upanishads. Un joven pregunta a su maestro: cuando en la muerte la voz del hombre regresa al fuego, su aliento al aire, su vista al sol, su cuerpo al polvo y su sangre al agua, ¿dónde, entonces, se encuentra el hombre?
José Vasconcelos llegó a dudar de la vida y creía que el despertar era el sueño de la muerte. Calderón de la Barca, en otro sentido, afirma que “el vivir sólo es soñar”. Shakespeare, en cambio, piensa en la muerte como sueño: “¡Morir…, dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne!… ¡Porque es forzoso que nos detenga el considerar qué sueños pueden sobrevenir en aquel sueño de la muerte, cuando nos hayamos librado del torbellino de la vida! ¡He aquí la reflexión que da existencia tan larga al infortunio”.
El temor infinito a la muerte va unido al amor infinito a la vida, al deseo de sobrevivir siempre, de no morir jamás. Así lo expresa Nezahualcóyotl en un poema: Me siento fuera de sentido,/ lloro, me aflijo y pienso,/ digo y recuerdo:/ Oh, si nunca yo muriera,/ si nunca desapareciera…/ ¡Vaya yo donde no hay muerte,/ donde se alcanza victoria!
El miedo a veces nos confunde y acelera lo que más tememos. Es el caso de los que ante el pánico llegan a concebir la muerte aún no deseada, como Xavier Villaurrutia: Siento que estoy viviendo aquí mi muerte,/ mi sola muerte presente,/ mi muerte que no puedo compartir ni llorar,/ mi muerte de que no me consolaré jamás.
De igual manera José Gorostiza se rindió a lo inevitable, pero se lamenta y maldice: Desde mis ojos insomnes/ mi muerte me está acechando,/ me acecha, sí, me enamora/ con su ojo lánguido./ ¡Anda, putilla del rubor helado,/ anda, vámonos al diablo!
No es ajeno al sentimiento humano el deseo de morir, no por amargura, resignación o cobardía, sino quizá porque ya se considere necesario. El ejemplo clásico, sor Juana Inés de la Cruz: Mira la muerte, que es esquiva/ huye porque la deseo;/ que aun la muerte, si es buscada,/ se quiere subir de precio.
Breve pero elocuente, Miguel Ángel Asturias clama: ¿En dónde está la aldaba/ para llamar la muerte?
La arrogancia también forma parte de la sensibilidad ante la muerte. Morir es un privilegio cuando se es consciente de su grandioso significado. En frases lapidarias Rubén Darío y Séneca lo confirman. Dice el primero: “La pena de los dioses es no alcanzar la muerte”. Y el segundo: “Triste cosa es no saber morir.”
Entre los místicos hay reflexiones muy profundas, sentimientos conmovedores, que en su belleza nos conducen a ver y entender la muerte de manera natural. Amado Nervo la trata con el respeto máximo de que es capaz quien le concede grandeza maternal: La muerte, nuestra señora,/ está llena de respuestas:/ de respuestas para todos/ los porqués de la existencia…// ¡Qué maternal su regazo!/ ¡Y qué benigna y qué tierna/ su boca, que nos dará,/ en voz baja, las respuestas/ a los porqués angustiosos/ que torturan la existencia!
Del mismo grupo de pensadores místicos, Donoso Cortés eleva la muerte a la eternidad: Los cristianos no deben llorar a los que acaban cristianamente, porque los que acaban cristianamente, se transfiguran y no mueren.
El gran consejero del cristianismo, Tomás de Kempis, se refiere al estado espiritual, a lo que el hombre debe ser y hacer para no temer: Si buena conciencia tuvieras, la muerte no tanto temieras… Si temible es el morir, tal vez sea más peligroso el mucho vivir… ¡Qué dichoso y qué prudente el que procura pasar la vida como quisiera que lo hallara la muerte!
También es exaltada la muerte que ocurre en aras de una causa, de un sacrificio, de un deber. Una de las grandes motivaciones de que habla Alexis Carrel es esta: Hasta la muerte sonríe cuando va asociada a alguna gran aventura, a la belleza del sacrificio o a la iluminación del alma que se sumerge en Dios.