EL CULTO A LOS MUERTOS
La celebración del Día de Muertos, o de los Fieles Difuntos, es una de las más bellas tradiciones mexicanas. Se conserva viva, en su sentido original, como en la mayoría de los países donde se recuerda con veneración, cariño y fervor a los seres queridos muertos. El pueblo y las instituciones públicas y privadas impulsan y estimulan cada año este homenaje a los muertos, no sólo como creencia autóctona, sino como símbolo de lo que para nuestros antepasados significó la vida y la muerte, y como parte del sincretismo surgido con la llegada de los primeros misioneros a México. Los antiguos mexicanos, a sus nobles sentimientos hacia sus difuntos, añadían su creencia en la reencarnación, y tenían la seguridad de su visita anual. Los misioneros dieron testimonio de esta celebración, principalmente entre los campesinos, de quienes decían estaban seguros de que el 31 de octubre y el primero de noviembre, las almas de los difuntos volvían a la tierra para una visita anual. Antes de la evangelización, se creía que en el más allá se daba licencia al difunto para visitar a sus familiares que se quedaron en la tierra, por lo que se trataba de un huésped distinguido, ilustre, al que se recibía y festejaba en diferentes formas.
Aún cuando en México, y especialmente en Oaxaca, la celebración sea muy original, esta creencia no es exclusiva. Desde los tiempos más remotos, los sentimientos de afecto, la necesidad de recordar y hasta de invocar al ser querido en momentos cruciales, la conciencia misma de la propia muerte, fueron motivando homenajes generalizados y fijando días especiales para hacerlo. La iglesia católica oficializó esta celebración a partir del siglo IX, cuando el Abad del Cluny, conocido después como san Odilón, expidió un decreto ordenando que todos los misioneros de su jurisdicción establecieran el dos de noviembre como el Día de los Muertos y que celebraran misas de réquiem para los que habían fallecido. En el siglo XII los frailes se imponen la tarea de visitar todas las comunidades no evangelizadas para sincretizar esta celebración, y en el siglo XV, en su Convención de Valencia, los dominicos establecieron la costumbre de celebrar tres misas este día. En la Edad Media el papa Bonifacio VIII establece el día de Todos los Santos, porque su calendario no alcanzaba para incluir todo el martirologio romano. Fue parte de los afanes globalizadores de finales de la época medieval.
Las ofrendas rituales se remontan a las ideas fundamentales sobre la inmortalidad en el mundo precortesiano, a los conceptos relativos a la indestructibilidad de la fuerza vital, que se consideraba subsistente más allá de la muerte, como ocurre con los fenómenos de la naturaleza, la revolución de los astros, su desaparición y reaparición, la puesta del sol que al día siguiente vuelve a brillar en el firmamento. Se basaban también, según Paul Westheim, “en el cambio de las estaciones, la muerte de la vegetación en invierno, a la que sigue en primavera el rejuvenecimiento de la naturaleza”. La idea indígena del renacimiento fue sustituida por la de la reencarnación, inspirada ya en principios cristianos, y posteriormente por la resurrección, pero no pronto ni para vivir otra vida sino para una vida definitiva en el más allá, en el que se produciría la separación de los buenos y de los malos, de quienes irían a gozar y quienes irían a sufrir, lo que nuestros antepasados ignoraron.
A la llegada de los españoles, los aztecas tenían una idea muy compleja respecto al destino del hombre después de la muerte, como es el caso de que algunos descendían al Mictlán, sombrío paraje de terror, de trampas y torturas. En algunos casos se quedaban en la tierra y se transformaban en animales rastreros. No obstante los aztecas atribuían suerte privilegiada al combatiente muerto o sacrificado por el enemigo, al rey proveniente de estratos guerreros, al comerciante, toda vez que sus lejanos desplazamientos a través de territorios a menudo hostiles lo obligaban a mostrar un valor comparable al del soldado, y en fin, a las mujeres muertas en el parto, a las que se consideraba como verdaderas guerreras víctimas de su deber. Todo el mundo privilegiado entraba en las regiones celestiales para acompañar al sol, dios guerrero; Los hombres del alba al mediodía y las mujeres del mediodía al anochecer. Suerte especial estaba reservada a los ahogados y a las personas fulminadas por el rayo, es decir aquellas muertes por los efectos del los dioses de la lluvia: entraban en el reino de estas divinidades, en la cúspide de las altas montañas, frecuentemente rodeadas de nubes.
La llegada de los misioneros a México produce el sincretismo, y por eso, a las costumbres muy originales de cada lugar se agregan los responsos y las plegarias. Hay una superposición del cristianismo con la tradición fúnebre nativa, como la superposición del culto a la Virgen de Guadalupe al culto a la Tonantzin. El calendario católico se sobrepone, es una yuxtaposición al culto prehispánico. Para el mexicano, el tránsito de la vida a la muerte era un cambio de existencia sin los beneficios de un paraíso ni los castigos de un infierno; su condición misma le señalaba el lugar de residencia transitoria. De no reencarnar, su visita anual a los suyos era esperada. La reactivación de las dos tradiciones, la española y la mexicana, el sometimiento por la vía del temor, la idea del pecado, el premio o el castigo en la otra vida transforman el rito original, primero en prácticas sombrías y después en jolgorio y derroche, en abundancia de comidas y bebidas aunque sea por sólo unos días.
Todo lo anterior, y más que se ha escrito en diferentes ensayos sobre estas costumbres y tradiciones, nos lleva a recordar, y a contribuir a la conservación de esta bella celebración, en la que se funden los sentimientos, la religiosidad, los ritos y los mitos, así como las leyendas y creencias de nuestros pueblos, pero que por sobre todo sigue predominando el idealismo, el arraigo a una costumbre que no pudo destruir el conquistador.
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