Por Abel Santiago / abelsantiago30336@yahoo.com.mx
Es el título de uno de mis libros de cuentos y relatos, publicado en 1983. De un verso del poeta Amado Nervo tomé el nombre, porque por coincidencia todos los textos concluyen con la muerte de uno o varios de los personajes, o se refieren a una muerte individual o colectiva. No era la intención el tema pero así resultó. Ahora, revisando algunos apuntes, me encontré uno con el mismo título, en el que diversos autores hacen referencia a la muerte, que ha sido motivo de reflexiones, de inspirada poesía y de una actitud muy original pensando en la propia muerte. De esa abundante compilación son las siguientes muestras:
El temor infinito a la muerte va unido al amor infinito a la vida, al deseo de sobrevivir siempre, de no morir jamás. Así lo expresa Nezahualcóyotl en un poema: Me siento fuera de sentido,/ lloro, me aflijo y pienso,/ digo y recuerdo:/ Oh, si nunca yo muriera,/ si nunca desapareciera…/ ¡Vaya yo donde no hay muerte,/ donde se alcanza victoria!
El miedo a veces nos confunde y acelera lo que más tememos. Es el caso de los que ante el pánico llegan a concebir la muerte en vida, como Xavier Villaurrutia: Siento que estoy viviendo aquí mi muerte,/ mi sola muerte presente,/ mi muerte que no puedo compartir ni llorar,/ mi muerte de que no me consolaré jamás.
De igual manera José Gorostiza se rindió a lo inevitable, pero se lamenta y maldice: Desde mis ojos insomnes/ mi muerte me está acechando,/ me acecha, sí, me enamora/ con su ojo lánguido./ ¡Anda, putilla del rubor helado,/ anda, vámonos al diablo!
No es ajeno al sentimiento humano el deseo de morir, no por amargura, resignación o cobardía, sino quizá porque ya se considere necesario. El ejemplo clásico, sor Juana Inés de la Cruz: Mira la muerte, que es esquiva/ huye porque la deseo;/ que aun la muerte, si es buscada,/ se quiere subir de precio.
Breve, pero elocuente, Miguel Ángel Asturias clama: ¿En dónde está la aldaba/ para llamar la muerte?
La arrogancia también forma parte de la sensibilidad ante la muerte. Morir es un privilegio cuando se es consciente de su grandioso significado. En frases lapidarias, Rubén Darío y Séneca lo confirman. Dice el primero: “La pena de los dioses es no alcanzar la muerte”. Y el segundo: “Triste cosa es no saber morir”.
Entre los místicos hay reflexiones muy profundas, sentimientos conmovedores, que en su belleza nos conducen a ver y entender la muerte de manera natural. Amado Nervo la trata con el respeto máximo de que es capaz quien le concede grandeza maternal: La muerte, nuestra señora,/ está llena de respuestas:/ de respuestas para todos/ los porqués de la existencia…// ¡Qué maternal su regazo!/ ¡Y qué benigna y qué tierna/ su boca, que nos dará,/ en voz baja, las respuestas/ a los porqués angustiosos/ que torturan la existencia!
Del mismo grupo de pensadores místicos, Donoso Cortés eleva la muerte a la eternidad: Los cristianos no deben llorar a los que acaban cristianamente, porque los que acaban cristianamente, se transfiguran y no mueren.
El gran consejero del cristianismo, Tomás de Kempis, se refiere al estado espiritual, a lo que el hombre debe ser y hacer para no temer: Si buena conciencia tuvieras, la muerte no tanto temieras… Si temible es el morir, tal vez sea más peligroso el mucho vivir… ¡Qué dichoso y qué prudente el que procura pasar la vida como quisiera que lo hallara la muerte!
Este mismo razonamiento, el convencimiento unido a la prestancia para el momento oportuno, sublima al pensador cuando aconseja, como Epicteto: Si Dios te da mujer e hijos, permitido te es amarlos y gozar de ellos. Pero si Dios te llama, conviene dejarlos sin más pensar, y correr ligeramente a la nave. Y si ya eres viejo, guárdate de alejarte y de no estar prevenido cuando seas llamado.
La vanidad, o la comprensión hacia los demás -los que se quedan-, es una forma más de ocultar el temor. Sentimos morir, pero no por nosotros, sino por el dolor que causamos. Es lo que lamenta uno de los personajes de Víctor Hugo: ¿Saben ustedes que es muy triste perecer…, en el vigor de las fuerzas y de la edad, amado por los que uno ama, y cuando se está seguro de que habrá ojos que nos lloren hasta que se cierren a la luz?
También es exaltada la muerte que ocurre en aras de una causa, de un sacrificio, de un deber. Una de las grandes motivaciones de que habla Alexis Carrel es esta: Hasta la muerte sonríe cuando va asociada a alguna gran aventura, a la belleza del sacrificio o a la iluminación del alma que se sumerge en Dios.
También figura lo chusco, lo que aparenta valor o juego, desaire o “la vida no vale nada”, pero que encierra pesar y tristeza. De autor no conocido, estas coplas de los cantares Aires Nacionales: Si me muero, de mi barro/ hágase, comadre, un jarro;/ si tiene sed, en él beba;/ si a la boca se le pega/ son los besos de su charro.
El peladito mexicano se pinta solo, pero pocos lo saben describir e interpretar. José Rubén Romero lo inmortalizó en su célebre Pito Pérez. Dice este en una de sus confesiones: La muerte y yo nos hablamos de tú desde hace tiempo; ella juega conmigo sin hacerme daño… He llorado sobre mis tristes despojos, con dolor verdadero, y he sentido que no hay pena comparable a la de morir.
Un poemínimo de Efraín Huerta nos vuelve al punto de partida: No me tardo, voy a dar una vuelta alrededor de mi muerte.
La eterna pregunta sobre el fin último, se consigna en el libro de los Upanishads. Un joven pregunta a su maestro: Cuando en la muerte la voz del hombre regresa al fuego, su aliento al aire, su vista al Sol, su cuerpo al polvo y su sangre al agua, ¿dónde, entonces, se encuentra el hombre?